Como es sabido, la doctrina primitiva de los derechos fundamentales configuró la defensa de éstos frente al Estado, que es a quien se atribuía en exclusiva la capacidad de perturbarlos: la lucha por las libertades se diseñó, originariamente, como una pugna frente al Poder político. En una segunda fase, se constató la necesidad de proteger los derechos también frente a los particulares. Es la llamada eficacia horizontal de aquéllos, la Drittwirkung de la doctrina alemana, en la que el Estado auxilia a la víctima dotándola de herramientas legales para la protección del derecho turbado. En esta segunda fase, y en el diseño del paradigma de su tutela, estamos en la actualidad.Añadamos que la independencia judicial no se configuró en nuestro ordenamiento (salvo lo que abajo matizaremos) como un derecho fundamental sino como una garantía para el ejercicio de los derechos.

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El corpus fundamental de la independencia judicial en el actual sistema español se construyó entre 1978 (promulgación de la Constitución, arts. 117 y 122) y 1985 (Ley Orgánica del Poder Judicial, arts. 378 y siguientes, además de otros dispersos como los 398 y ss. ó 402 y ss). De ese conjunto (completado por la regulación del Código penal de 1995), podemos extraer las siguientes notas de nuestro interés: a) que la independencia judicial se concibe al tiempo con un sujeto abstracto (los jueces en conjunto, como Poder del Estado) y concreto (cada juez en particular); b) que se atribuye a la cabeza del Poder Judicial (Consejo General del Poder Judicial) la capacidad de defender la independencia judicial frente a los demás poderes, pero no se prevé que el ataque a la misma provenga del propio Consejo; c) que la independencia judicial se configura primordialmente (con cierto aroma a doctrina primitiva) como una garantía frente a los demás poderes del Estado, prestando una secundaria atención a la dimensión horizontal; d) que no hay una  previsión de la dimensión interlocutoria que, en la praxis, domina los procesos: en éstos, al propio tiempo, el justiciable es acreedor de la independencia judicial frente al juez dependiente pero, también, el juez ha de estar libre de presiones provenientes de los litigantes y del entorno social de éstos; e) que el sistema tampoco previó la fuerza de la presión social en abstracto o proveniente de terceros, concretos e incluso identificables, distintos de los contendientes; f) que los mecanismos de defensa de la independencia judicial frente a la manipulación de la opinión pública se concibieron contra la acción de los medios clásicos (prensa escrita, radio, televisión) pero desdeñaron las predicciones que apuntaban a las futuras redes sociales como vehículos eficaces y prevalentes de formación de la opinión colectiva. Todo ello constituye el paradigma de la regulación de la independencia de los jueces (la expresión incluye a los magistrados) y, significativamente, ninguna de estas afirmaciones ha sido objeto de atención en la sentencia del Tribunal Constitucional de 19 de marzo de 2012, que se considera la base de la doctrina sobre el alcance de la independencia judicial en el régimen actual español.

El que la independencia judicial se concibiera como una garantía de los derechos y no como un derecho en sí misma, comporta que sus mecanismos de defensa serían distintos a los de éstos. Así, el juez o el justiciable que considerasen vulnerada la independencia del primero no dispondrían–en principio- de recurso de amparo para imponerla. Frente a la falta de independencia del juez, las defensas son políticas, normativas, pero no existía una tutela individualizada en el caso concreto, en el plano nacional. Pero, las anteriores afirmaciones sólo fueron válidas hasta 2007. A saber: en el presente, la defensa del derecho a la independencia judicial deriva de su formulación supranacional, concretamente, del art. 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Niza, 2007: Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída […] por un juez independiente e imparcial), sucesor del art. 6.1 de la Carta Europea de Derechos, de 1950, en el que la mención se contraía al derecho al juez imparcial, sin expresión de la exigencia de independencia. Las invocaciones de ésta ante el Tribunal de Estrasburgo, hasta el texto del 2000, se han venido instrumentando en la de imparcialidad, que era lo que permitía el Tratado de Roma. La ratificación del Tratado de Lisboa, en 2007, por la remisión que efectúa el art. 6 del Tratado de Maastricht de 1992, hace vinculante la Carta de Niza (salvo para Reino Unido y Polonia). A su vez, los Tratados internacionales suscritos por España se integran en el ordenamiento nacional, con carácter supraconstitucional, conforme al art. 96 CE. Por tanto, actualmente, entendemos viable la invocación directa del derecho a la independencia judicial –a la del juez en concreto- como institución distinta de la imparcialidad del mismo, fundamentando en la primera el amparo judicial interno, además del supranacional. Más discutible sería, en nuestra opinión, que el art. 47 de la Carta de Niza pueda sustentar en España un recurso de amparo constitucional, puesto que la independencia judicial no constituye una vertiente declarada del art. 24 CE (salvo por vía de interpretación de expresiones como tutela efectiva o con todas las garantías) y el recurso de amparo constitucional no es articulable frente a la vulneración de cualquier derecho fundamental sino sólo de los meritados en el art. 53.2 CE. Las garantías, en cambio, tienen su campo de regulación más propiamente en el de los principios inspiradores que en el de la defensa directa del caso concreto.

Si la conceptuación de la independencia del juez concreto como derecho en sí misma y no sólo como garantía o herramienta normativa ha cambiado en el orden supranacional y en su eficacia interna, el paradigma de 1978/1985ha quebrado en otros particulares. Uno, quizás el principal, la decepcionante constatación de que el Consejo General del Poder Judicial ha dejado de ser el guardián de la independencia de los jueces españoles, tanto de cada uno de ellos como de su conjunto como Poder Judicial, para convertirse en su principal amenaza. La razón de esta inflexión está en la politización del propio Consejo, cuyos vocales son designados en su totalidad por los partidos políticos, reflejando así, a escala, el Consejo las proporciones de poder parlamentario. La corruptela se basa en que el art. 122.3 CE reserva a las Cámaras la designación de ocho de los veinte Vocales del Consejo, pero no regula quién haya de nombrar a los otros doce, por lo que el Parlamento se ha arrogado la elección de los veinte. La cúpula del Poder Judicial se ha convertido en un trasunto del Parlamento, servil de éste en la medida en la que los Vocales le deben sus cargos. En asuntos políticamente sensibles, como los procesos penales por corrupción de cargos públicos, la colisión de intereses del Consejo es notoria. Fácil es imaginar que los jueces de base que instruyen esos casos no puedan esperar el apoyo de su órgano superior.

Para facilitar el dominio de los intereses políticos administrados por el CGPJ, el sistema de control sobre los jueces se completa por un eficaz sistema preventivo y represivo frente a los díscolos: de una parte, el Consejo dispone del parámetro del control de los nombramientos de los órganos judiciales, lo que incluye la designación de los componentes de  los Tribunales Superiores de Justicia de las Autonomías, que residencian la admisión y tramitación de las querellas contra los jueces y magistrados de su demarcación, formidable poder coactivo contra las pretensiones de rebeldía judicial. De otra, el propio Consejo dispone de la facultad disciplinaria, que ejerce por medio de un órgano instructor –el Promotor de la Acción Disciplinaria- cuyas actuaciones indagatorias pueden ser secretas y prolongarse durante años, como evidenció el escándaloreferido al descubrimiento, en 2017, de que un magistradohabía sido objeto de una investigación opaca –reservada, en expresión del Consejo- de objeto indeterminado –no se buscaba prueba de una irregularidad determinada, sino que se exploró –infructuosamente, además- si había alguna irregularidad, la que fuera, en la conducta del investigado, a quien se suponía digno de seguimiento (entiéndase, peligroso)para el Consejo por su carácter de portavoz de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial (esta asociación, entre otras actuaciones de análogo objeto, ha publicado un Libro Blanco para la Despolitización de la Justicia Española -VILLEGAS, Jesús –coord.-; Ed. Dykinson, Madrid, 2019-, al que nos remitimos,en el que realiza un diagnóstico y propone soluciones factibles sobre la falta de independencia de la Justicia).

La Ley de Enjuiciamiento Civil de 7 de enero de 2000 y el Reglamento Orgánico de Secretarios de la Administración de Justicia -Real Decreto 1608/2005, de 30 de diciembre-, han configurado una organización burocrática de los tribunales susceptible de ser utilizada como comisariado político del Ejecutivo –central o autonómico- sobre la actuación judicial. El caso Alaya (es significativo que las irregularidades se designen con el nombre de los jueces que son sus víctimas, mientras sus autores permanecen en el anonimato) puso a prueba el mecanismo, evidenciando que la instrucción de macrocausas por corrupción (Mercedes Alaya instruía el asunto de los ERE, que involucró al Gobierno regional andaluz del momento) puede ser gravemente entorpecida si el Poder Ejecutivo se aplica a ello, porque la oficina judicial y sus jefes (los secretarios, ahora denominados letrados de la Administración de Justicia) dependen material, salarial y orgánicamente del Ministerio de Justicia y/o de la Consejería de Justicia autonómica. Basta, por ejemplo, no dotar de fotocopiadoras rápidas o de cajas fuertes seguras al juzgado, para que la instrucción peligre. Al promulgarse la LEC 2000, la sutileza de la capacidad de interferencia de la oficina judicial sobre la actuación de los jueces ofreció un ejemplo insólito: la lucha de éstos  (finalmente, exitosa) por controlar ellos, y no los secretarios, la llamada agenda judicial. Razón: la constatación de que un secretario de juzgado podía colapsar al juez, o hacerlo inefectivo, mediante la inoportuna fijación de las actuaciones presenciales del mismo. Imagínese la capacidad de bloqueo que un secretario podría tener sobre macroinstruccionescomo las de los ERE, el Gürtelo el Arena Palma (caso Urdangarín), simplemente con romper la continuidad del trabajo del juez instructor por vía de señalarle a éste vistas de juicios de faltas o actos similares para mantenerlo ocupado al ritmo más inconveniente.

Desde que el Consejo General del Poder Judicial dejó de ser fiable y se constató su trabajo para los demás Poderes, interesados en la domesticación del Judicial, el paradigma quebró por otras instituciones. La inamovilidad (arts. 117.1 y 2 CE y 378 LOPJ), una de las instituciones que blindan al juez frente a las presiones verticales, es burlada mediante una argucia tan basta como eficaz: el reducir el número (o la proporción) de jueces con plaza en propiedad, manteniendo una masa móvil de Jueces de Adscripción Territorial (JAT) a los que se asigna plaza provisional en función de las vacantes. Los JAT pueden ser removidos de sus destinos cuando esas necesidades se desplazan… o cuando conviene quitarlos de en medio porque estén realizando una instrucción incómoda al Poder político. Los ejemplos de cambios de destino no pedidos por los jueces sino impuestos a los mismos son progresivamente más frecuentes, están notoriamente asociados en ocasiones a la instrucción de causas de trascendencia política y no existe otro mecanismo de respuesta práctico frente a los traslados espurios que su impugnación por el procedimiento contencioso-administrativo, en el que el juez impugnante asume la difícil carga de la prueba y el riesgo de ser condenado en costas si pierde el pleito. Aun así, hay esperanza: el CGPJ es frecuentemente desautorizado por el Tribunal Supremo en materia de nombramientos judiciales, a pesar de los esfuerzos notorios del primero por controlar la Sala de lo Contencioso-Administrativo del segundo y de su capacidad para determinar la composición de la misma.

Vinculado a lo anterior está la discrecionalidad en la cobertura de vacantes. El Observatorio de Nombramientos de la Carrera Judicial, órgano interno de la Plataforma Cívica para la Independencia Judicial, ha puesto de manifiesto recurrentes irregularidades en la aplicación de los criterios de designación de los cargos  judiciales e, incluso, el quelos variables pedimentos de especialización y la baremación específica para determinados nombramientos, permiten ser utilizados ad hocpara que se amolden al favorito del caso, es decir: el sistema es opaco y permite, si así se pretende, el amañar los concursos para asegurar que resulte elegido el candidato predesignado. A pesar de las críticas recibidas (algunas de ellas, claras y graves, provenientes de entidades tan relevantes como el Grupo de Estados contra la Corrupción –GRECO-, órgano del Consejo de Europa), el CGPJ desprecia las críticas a su política de opacidad de nombramientos y la consolida sin aparente rubor.

En la vertiente más obvia de dominación profesional sobre los jueces, la económica (art. 402 LOPJ), también ha cambiado el arquetipo. Controlando los ascensos se controla el nivel de sueldo vinculado a los mismos. Por tanto, una política espuria de castigos y promociones es un elemento de presión indirecta para la domesticación de los juzgadores,quienes, para evitar esa amenaza, han propuesto la fórmula de la carrera horizontal, un sistema de remuneraciones independiente de los ascensos.

Aunque menos grave en su capacidad de violentar la independencia judicial, es en la dimensión horizontal de ésta donde la revolución del paradigma ha sido más notoria. El sistema de 1978-1985 reguló la casi anecdótica presión entre compañeros junto a la recibida de órganos superiores y la de los medios de comunicación entonces existentes, mediante una gradación que va desde la tipificación penal de los ataques a la independencia judicial hasta el amparo del CGPJ, consistente en una mera declaración de apoyo al juez perturbado. El desarrollo de las redes sociales como medios alternativos de comunicación social ha quebrado el oligopolio de la información y, con ello, los mecanismos de autocontrol que mantenían la crítica a los jueces en parámetros digeribles por el sistema. Casos como el de la campaña del juicio –y contra la sentencia- de La Manada(Pamplona, 2018)muestran cómo las nuevas técnicas de agit-prop permiten un grado de presión sobre los juzgadores inalcanzable hace pocos años: una sentencia de 370 páginas fue exhaustivamente desacreditada por numerosas fuentes, en menos de diez minutos desde su publicación, sin el más mínimo rigor jurídico, con argumentos demagógicos, maniqueos e incluso falsos (fake news), con mantras propagandísticos y ataquesad hominemcontra los magistradosactuantes,en una campaña basada en que no cuestionar la sentencia calificaría como impresentable al disidente. La presión social exigía pronunciarse y hacerlo en el único sentido admisible: el del pensamiento único preconstituido. Hasta el Gobierno se sintió obligado a opinar, vulnerando frívolamente el principio de división de poderes. No menos preocupante, con ocasión del llamado procésde secesión catalanade 2017, fue la capacidad de movilización de masas para acosar y amedrentar a los jueces desafectos al proceso soberanista. Actualmente, la vida privada de un juez, incluso en sus detalles íntimos (contenido de sus mensajes en redes sociales, geolocalización, uso de tarjetas de crédito, aficiones, compras, costumbres, medios económicos, vida y ubicación de sus hijos en cada momento), está disponible para quien pueda pagar la información (en la dark web, unas decenas de euros pagaderos en bitcoins). Frente al peligro que supone el uso indebido de sus datos, el Derecho aún no ha diseñado mecanismos de protección eficaz de la vulnerable privacidad y seguridad de los jueces, y los existentes no se utilizan porque se suponen desproporcionados. Un abogado locuaz y malintencionado ante un micrófono de prensa a la salida de una comparecencia en un caso mediático puede torpedear eficazmente una investigación criminal. Un justiciable que consiga para su causa una campaña a cargo de grupos de opinión organizados y motivados puede ejercer una inmensa fuerza, no sólo directa frente al juzgador (cuya capacidad de resistencia se supone superior a esas perturbaciones) sino ante sus superiores, no siempre tan independientes como el juez de base y más proclives al apaciguamiento social, especialmente en los asuntos de trascendencia política, en la que ofrecer a la masa alguna cabeza de turco (la del juez o la del fiscal independientes) es clásica solución socorrida. En la dimensión horizontal de la independencia judicial, no sólo faltaaún utillaje legal eficaz para su protección sino que ni siquiera se tiene claro en qué dirección debe buscarse. Lo único seguro, por ahora, es que el modelo tradicional de defensa de la independencia de los jueces, desbordado por los avances de las comunicaciones, ya no es útil.


independencia judicial - diario juridicoAutor: Antonio García Noriega

Abogado. Doctor en Derecho constitucional

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Fuente: Diario Jurídico